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Boletín 72

La propiedad como derecho del hombre y el ciudadano.

         Entiendo por poder político el derecho de hacer leyes con sanciones de muerte, y consecuentemente, todas las sancionadas con penas menores, para la regulación y preservación de la propiedad”

John Locke.

            El 26 de agosto de 1789, en pleno auge de la Revolución Francesa, fue aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente de Francia la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Este fue uno de los documentos fundamentales de esa paradigmática época en cuanto a definir los derechos personales y los de la comunidad, además de los universales. Influida por la doctrina de los derechos naturales, los derechos del hombre se entienden como UNIVERSALES.

            Esta declaración fue prefacio a la Constitución de 1791 (la que establecía por primera vez una monarquía constitucional en Francia). Una segunda versión ampliada, conocida como Declaración de los Derechos del Hombre de 1793, fue aprobada posteriormente e incorporada a la Constitución francesa de 1793 (la primera Constitución francesa que establecía la República en ese país), seguida de la Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre y del Ciudadano de 1795 en la Constitución de 1795 que establece el llamado Directorio (posterior al Terror revolucionario de Robespierre).

Pero ¿Por qué nos importa tanto esta declaración? Porque esta declaración establece los principios de la sociedad que serán la base de la nueva legitimidad, acabando con los principios, las instituciones y las prácticas del Antiguo Régimen: La declaración tiene un alcance general y orientado hacia el futuro. Los Constituyentes enumeran lo que no son derechos creados por los revolucionarios, sino que son derechos CONSTATADOS. Los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, que son anteriores a los poderes establecidos y son considerados como aplicables en cualquier lugar y cualquier época: Libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión.

De estos derechos queremos hacer énfasis en el artículo 17 (el último de la declaración), en que la propiedad es derecho inviolable y sagrado. Según este artículo «Nadie puede ser privado de ella, excepto cuando la necesidad pública, legalmente constatada, lo exige con evidencia y con la condición de una indemnización previa y justa.» Una línea muy parecida a la contempla la actual Constitución Nacional de Venezuela sobre la propiedad privada.

La Declaración de 1789 no se limitó a contar la propiedad entre los derechos naturales e imprescriptibles del hombre (art. 2), sino que enfatizó además que «los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos» (art. 1). ¿Qué significa la igualdad en relación con el derecho de propiedad? Si se la interpreta como derecho a la igualdad de las posesiones, se abre la puerta a todas las utopías basadas en la propiedad colectiva o en la igual distribución de los bienes; si se la interpreta como igualdad del mero derecho a poseer, no se impide la desigualdad resultante de la diferente apropiación de bienes por los diversos individuos, aunque no se priva el derecho de cualquier persona de ser propietario o no, y aun así ser igual ante la ley.

Es claro que el derecho a la propiedad o “espíritu de propiedad”, con su secuela de desigualdades sociales, se funda en la libertad que posee cada individuo para adquirir y acumular todo aquello que su esfuerzo, su ingenio y su trabajo le permitan apropiar; en cambio, el «espíritu de comunidad» que tanto Rousseau como sus seguidores jacobinos durante la Revolución Francesa intentaron imponer, promueven la igualdad social y económica de todos los miembros del cuerpo político. Resulta entonces que la libertad y la igualdad, reconocidas por la Declaración de 1789 como «derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre», tienen efectos diferentes y contrapuestos en la sociedad. La libertad orienta y guía a los individuos hacia la propiedad privada; la igualdad los conduce hacia la propiedad comunitaria.

Así, pues, podemos hablar de un «espíritu de libertad» y un «espíritu de igualdad”, donde la a propiedad privada de bienes es una institución originada en el «espíritu de libertad», en tanto que la propiedad comunitaria es criatura del «espíritu de igualdad». No es una casualidad que el pensamiento moderno haya mostrado la tendencia a concebir la libertad como una posibilidad de acción cuyo límite está en la libertad del otro, lo que pone en manifiesto una curiosa analogía con la noción moderna de la propiedad individual del suelo, cuyo límite es también el terreno del vecino.

Que los hombres del siglo XVIII, como herederos del Siglo de las Luces entendieran que la propiedad entre otros derechos, eran anterior a las autoridades políticas, aplicables a cualquier lugar y época, y garantes de la libertad humana nos dice lo claro que estaba esa generación de lo que era este elemento un auténtico derecho humano. Algo que dista de ciertas doctrinas colectivistas posteriores a esta declaración. Desgraciadamente, las Guerras Revolucionarias y el Terror de Robespierre pusieron en suspenso la Constitución del 93 y por ende la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, impulsando los afanes socializantes de los jacobinos (la llamada Montaña) que puso en entredicho el derecho a la propiedad privada en la Francia Revolucionaria frente a la colectiva. Pero, estos desmanes contra este derecho unido a la carnicería del Terror jacobino seguida a la privación de otros derechos y libertades, llevaría al derrocamiento de este régimen que estaba llevando a la ruina al sueño revolucionario francés. Un recordatorio que frente a derechos tan elegantes como la de justicia, expresión, asociación y libertad de culto, la propiedad juega un papel esencial en las sociedades modernas nacidas de la Revolución Francesa.